Entrelazando docudrama, crítica social y fábula, Zamán, el hombre de los juncos narra una historia entrañable, tan autóctona como universal. Con sencillez cinematográfica, el debutante franco-iraquí Amer Alwan supo filmar esta búsqueda de sabiduría y bondad, este cántico a la vida y la naturaleza, en las maltratadas y sentidas tierras de Irak. Fue la primera película rodada allí en 30 años, obviándose la censura con el rodaje en formato digital. El contexto prebélico, días antes a la invasión norteamericana, queda constatado en voice over, mediante los comentarios de una emisora de radio.
La trama se abre y se cierra, circularmente, en un aislado poblado de una zona virgen y pantanosa del sur, con claras reminiscencias al Paraíso Perdido. En una humilde choza, rodeado de un maravilloso vergel y ajeno a toda evolución –o involución, según se mire- tecnológica y científica, vive un hombre bueno y sabio: el anciano Zamán (encarnado con total cercanía y afecto por Sami Kaftan). Sus costumbres ancestrales y honda religiosidad musulmana, las comparte con su hijo adoptivo, Yasin, huérfano durante la guerra contra Irán y en estado de mutismo. Cuando su amada esposa enferma, Zamán partirá, voluntariamente solo, en un fatigoso viaje por el río Tigris, hasta la lejana ciudad de Bagdad, en busca de medicinas…
La estética documentalista que rodea las líricas imágenes del vetusto entorno rural, otorga un interés etnológico al film. Y a la vez, cuando deambulamos por el ajetreo presente de la gran urbe, durante la dictadura de Sadam Hussein –reflejada en ególatras imágenes en la televisión local y en murales por las calles, a lo Gran Hermano de George Orwell-, la película adquiere un evidente valor sociológico e histórico. Zamán será “nuestros” ojos y “nuestro” guía, acompasado con silencio, meditación y una enorme paciencia, queriendo-comprender este contexto profanado por el Hombre.
Este bucólico cuento, lejos de radicalizar la turbia realidad, lanza un mensaje fraterno y humanizante, como en su día hiciera la obra maestra de Akira Kurosawa, Dersu Uzala, el cazador (1975). Incita a desarrollar nuestros pensamientos positivos y el espíritu de lucha, frente a un mar de injusticia: desde el embargo económico a la insolidaridad colectiva (que no individual). Hay excepciones como la generosa y valiente actitud de la enfermera, ajena a la corrupción burocrática; o la ayuda del imán ante la carencia de papeles en regla.
No estamos ante un título creativo, pero sí honesto y depurado de virtuosismo formal, una rara avis entre tanto cine-espectáculo sin nada que contar o expresar. La bellísima y emotiva lección vital, transmitida y aprehendida, es lo que verdaderamente importa al director. El relato intergeneracional de la palmera que cuenta Zamán a Yasin, para darle fe y esperanza, tornará a él en boca del pequeño, en un inolvidable y agridulce momento de la película.
Las mil y una trabas para hacer ver la luz a este proyecto merecieron la pena: parte de la producción filmada fue robada, y por otro lado, varias secuencias del rodaje tuvieron que hacerse con cámara oculta (en el interior de la mezquita o en el mercado). Por lo que el breve montaje final quedó notoriamente quebrado e imperfecto. Sin duda, la cruel Guerra de Irak, comandada por el igualmente dictatorial George W. Bush en pleno siglo XXI, es la antítesis de los valores espirituales de Zamán, el hombre de los juncos.
Inédita en España |
Sección Zabaltegi – Premio SIGNIS - Festival Internacional de Cine de San Sebastián 2003.
Nacionalidad: Irak-Francia. Actores: Sami Kaftan, Shada Salim, Saadiya Al-Zaydi, Hussein Imad, Nizar Al-Samarayi. Duración: 76 minutos.